¿Ustedes también se han preguntado por qué desayunamos tanto en los hoteles? ¿No? Sean sinceros, cierren los ojos y déjense llevar.
Ese grandioso comedor del hotel, diez de la mañana, recién duchaditos. Primero vamos a la zona de los zumos para descubrir con horror que los vasitos son muy pequeños. Qué contrariedad, tendremos que dar un montón de paseos para beber la cantidad deseada. Y luego ya a cuidarse: un buen plato de fruta fresca, donde no falte la naranja, el kiwi, un poco de melón, si hay frutas tropicales mejor que mejor, incluso la sandía que es muy diurética.
A modo de plato principal, nos servimos un poco de pechuga de pavo braseado pero no podemos evitar el jamón serrano, que tiene pinta de ibérico, con su pan con tomate y bien de aceite de oliva. Al lado del jamón ponemos un poco de queso manchego y ya puestos pues unos taquitos de otro de mahón.
Ya casi para terminar hay que tomarse un buen café pero no a palo seco: vamos a la bollería. Croissant de mantequilla, que están al lado de los donuts que nos llaman a gritos, o al menos un par de tostadas con su mermelada y que no falte algo de chocolate.
Después y sólo por acompañar a nuestros compañeros de mesa que siguen comiendo, decidimos volver a lo sano: un yogur con cereales, o con muesli, que es la fuente de la eterna juventud intestinal. Y mis vecinos de pupitre siguen comiendo, ¿será posible? Anda, pero si no he tomado huevos, qué barbaridad. Bueno pues nada, me voy a por unos huevos revueltos con bacon.
Noto una ligera pesadez, me voy a tomar otro cafetito y ya de paso pruebo los churros, que los acaban de sacar…
Y después de esto siempre decimos lo mismo: “yo hoy no como nada más hasta la cena…”. Pero la realidad es que a las dos de la tarde, tres como mucho, estamos sentados en una terraza y que no nos falte de ná.
Autor | Chus Vidal
Foto | barbara gallardo en Flickr